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Ainhoa Magrach

Entrevistamos a la Ganadora del Premio al Joven Talento Científico Femenino en la categoría de Biología y Geología, otorgado por la Fundación Real Academia de Ciencias de España (FRACE) y Mastercard en su V edición. Ainhoa es Profesora Ikerbasque en el Basque Centre for Climate Change (BC3), donde lidera investigaciones que cruzan la ecología de los ecosistemas terrestres con la modelización de sistemas humano-naturales, con especial atención a la biodiversidad y los retos del cambio global.  

Durante nuestra conversación exploraremos su trayectoria, los retos que ha vivido como investigadora, sus motivaciones y visiones de futuro. 

¿Qué opina sobre la figura de la mujer en la ciencia en España?

Creo que la figura de la mujer en la ciencia en España ha avanzado notablemente en las últimas décadas, aunque todavía a día de hoy nos encontramos con limitaciones y algunas desigualdades. Cada vez hay más mujeres que realizan estudios universitarios en España, sin embargo este aumento sigue sin verse reflejado en las posiciones más altas de la carrera investigadora. Es la clásica gráfica de tijera, que desgraciadamente sigue siendo tan aparente. Esto es consecuencia de una combinación de factores sociales y también culturales y a la existencia aún hoy de sesgos que influyen en evaluaciones. Para mí el reto ahora es conseguir que las mujeres que entran en ciencia en España se mantengan ahí escalando posiciones hasta el final de sus carreras.  

¿Qué mujer científica le inspira? 

Desde pequeña me ha inspirado profundamente Jane Goodall, no solo por su brillantez y capacidad científica, sino también por el arrojo y la valentía que mostró al trasladarse sola a África en el momento en que lo hizo. Su forma de observar, escuchar y entender a los chimpancés rompió esquemas en la primatología y abrió un camino nuevo para el estudio del comportamiento animal, demostrando que la ciencia también puede construirse desde la empatía y la paciencia. Para mí, representa la unión entre rigor científico y compromiso con la naturaleza. 

Otra figura fundamental que me marcó es Rachel Carson, autora de Primavera silenciosa. Su trabajo fue pionero en poner de relieve los impactos de los pesticidas en la biodiversidad y en la salud humana, y desencadenó un movimiento ecologista que cambió para siempre la relación entre ciencia, política y sociedad. Carson demostró que la investigación científica puede y debe tener un impacto transformador, generando conciencia y promoviendo cambios en las prácticas y en la legislación ambiental. 

 Más cerca, en España, me siento afortunada de poder reconocer como referentes a investigadoras en ecología de gran nivel como Montse Vilà o Anna Traveset. Ambas han contribuido de forma decisiva a nuestra comprensión de los impactos de las especies invasoras, la ecología de la polinización y las interacciones bióticas en general. Además de su excelencia académica, me inspiran por su trayectoria, su capacidad de liderazgo y su papel como modelos para generaciones de mujeres científicas que ven en ellas un ejemplo de compromiso y excelencia en nuestro propio país. 

¿Qué significó para ti recibir el Premio al Joven Talento Femenino de la Real Academia de Ciencias? 

Recibir el Premio al Joven Talento Femenino de la Real Academia de Ciencias fue para mí un enorme orgullo y una gran fuente de motivación. Supuso una reafirmación de que el esfuerzo, la dedicación y la pasión que pongo en la investigación tienen un reconocimiento, no solo en términos científicos, sino también en el valor de abrir camino y visibilizar el papel de las mujeres en la ciencia. 

Me sentí profundamente honrada de entrar a formar parte de una lista en la que figuran otras grandes científicas que admiro y respeto. Estar junto a ellas me hizo tomar aún más conciencia de la responsabilidad que tenemos quienes hemos recibido este tipo de reconocimientos: servir de inspiración a las generaciones más jóvenes, demostrar que es posible construir una carrera investigadora sólida y contribuir al conocimiento en un contexto que todavía presenta retos importantes de igualdad. 

El premio, más allá del honor simbólico, me dio energías renovadas para seguir investigando, afrontando con ilusión y confianza los nuevos proyectos. La ciencia es una carrera de fondo que exige constancia, creatividad y resiliencia, y gestos como este reconocimiento ofrecen un impulso fundamental en los momentos en los que surgen dudas o dificultades. 

Tu investigación aborda un tema de enorme relevancia: cómo los cambios globales afectan a la biodiversidad y al funcionamiento de los ecosistemas. ¿Cómo describirías el núcleo de tu trabajo a alguien ajeno al mundo científico?

 

El núcleo de mi trabajo consiste en entender cómo los grandes cambios que estamos viviendo a nivel global —como el cambio climático, la pérdida de hábitat o la intensificación agrícola— afectan a la biodiversidad y, con ello, al funcionamiento de los ecosistemas de los que dependemos. 

Podría decirse que me interesa investigar “las costuras invisibles” de la naturaleza: las interacciones entre especies, como las que se dan entre las plantas y sus polinizadores. Estas relaciones, aunque muchas veces pasan desapercibidas, son fundamentales para que los ecosistemas funcionen correctamente. Por ejemplo, sin la polinización que realizan insectos como las abejas, muchas plantas no podrían reproducirse, y con ello se verían afectados también los animales y las personas que dependen de ellas para alimentarse. 

En mi trabajo combino observación en el campo, recopilación de datos y modelos matemáticos para tratar de responder preguntas clave: ¿qué ocurre con la estabilidad de los ecosistemas cuando disminuye la diversidad de especies? ¿cómo repercuten las presiones humanas en la capacidad de los ecosistemas para seguir prestando servicios esenciales, como la producción de alimentos o la regulación del clima? 

Mi objetivo no es solo comprender estos procesos desde un punto de vista científico, sino también aportar conocimiento útil para la gestión y la conservación. Creo que la ciencia puede y debe contribuir a tomar mejores decisiones, ayudando a mantener ecosistemas sanos y resilientes en un mundo que cambia rápidamente. En definitiva, mi trabajo busca explicar, con datos y evidencia, por qué cuidar de la biodiversidad no es un lujo, sino una necesidad para nuestro bienestar presente y futuro. 

 

 

Has investigado en ecosistemas muy distintos —desde bosques templados en España hasta selvas tropicales en Brasil o Borneo—. ¿Qué aprendizajes te ha aportado esta mirada global sobre la naturaleza? 

Esa mirada global me ha enseñado que, aunque los ecosistemas sean diferentes, todos comparten una característica fundamental: la interdependencia entre especies. Desde un árbol en Borneo que depende de murciélagos para dispersar sus semillas, hasta un cultivo en Navarra que necesita insectos polinizadores para dar fruto, las conexiones invisibles son las que sostienen la vida. Ver estas dinámicas en contextos tan variados me ha dado una perspectiva más amplia y me ha permitido identificar mecanismos generales que se repiten en lugares distantes del planeta. 

Al mismo tiempo, trabajar en países y contextos culturales distintos me ha recordado que la conservación de la naturaleza no es solo un reto ecológico, sino también social. Las comunidades locales, sus formas de vida y su relación con el entorno son parte esencial de cualquier estrategia para proteger la biodiversidad. 

En definitiva, esta experiencia global me ha reafirmado en una convicción: que entender y preservar la biodiversidad requiere una mirada amplia, integradora y sensible a las particularidades locales, pero también capaz de reconocer los procesos universales que sostienen la vida en la Tierra. 

 

¿Cuál dirías que ha sido el hallazgo o la experiencia más significativa de tu trayectoria científica hasta ahora? 

 

Podría decir que cada etapa de mi carrera ha tenido experiencias significativas, pero hay algunas que, por distintas razones, han marcado especialmente mi trayectoria. En el plano personal, cumplir el sueño de mi infancia de trabajar en la selva de Borneo fue una experiencia única. No solo por la riqueza ecológica del lugar, sino también por el desafío físico y humano que implicó: vivir y trabajar en un entorno tan exigente me transformó y me hizo crecer tanto como persona como investigadora. 

En el plano más científico, algunos de mis trabajos han supuesto auténticos hitos. Durante mi etapa postdoctoral, pude demostrar los efectos negativos que puede tener la proliferación de colmenas de abeja melífera sobre las comunidades silvestres de polinizadores, un hallazgo que abrió debates importantes en conservación y manejo. Más recientemente, me siento especialmente orgullosa de los trabajos que he podido liderar acompañando a jóvenes investigadoras e investigadores. Ver cómo crecen, se enfrentan a retos y sacan adelante proyectos ambiciosos es, sin duda, de lo más gratificante de la carrera académica. Un ejemplo es el trabajo de Maddi Artamendi, que demostró de forma contundente la importancia de la diversidad de polinizadores para mantener el éxito reproductivo de las plantas. Fue la confirmación empírica de una idea que llevaba tiempo en discusión, y verla materializada en una publicación liderada por una investigadora novel fue motivo de gran orgullo. 

Por último, a nivel de reconocimiento, la obtención de una ERC Consolidator fue una experiencia inolvidable. Más allá de la satisfacción personal, supuso un respaldo a la solidez de mi línea de investigación y una oportunidad para dar un salto cualitativo en los proyectos que ahora estamos desarrollando. 

En un contexto de crisis climática y pérdida de biodiversidad, ¿qué mensaje te gustaría transmitir a la sociedad sobre la importancia de conservar los ecosistemas? 

En un momento de crisis climática y pérdida acelerada de biodiversidad, mi mensaje a la sociedad es que la biodiversidad no es un lujo ni un adorno: es la base que sostiene nuestra vida y nuestro bienestar. Sin ella, los ecosistemas pierden su capacidad de funcionar, y con ello desaparecen servicios esenciales como la polinización, la fertilidad del suelo, la regulación del agua, el control de plagas o la provisión de alimentos. En definitiva, sin biodiversidad no hay resiliencia frente al cambio climático ni seguridad alimentaria para el futuro. 

La ciencia es clara: los retos de biodiversidad y clima son inseparables. La pérdida de especies y hábitats debilita la capacidad de los ecosistemas para capturar carbono, regular el agua o amortiguar fenómenos extremos, intensificando los impactos climáticos. A su vez, el cambio climático acelera la degradación de la biodiversidad, creando un círculo vicioso del que debemos salir cuanto antes. 

Conservar y restaurar biodiversidad significa reducir nuestra vulnerabilidad frente a sequías, inundaciones y olas de calor, asegurar la estabilidad de nuestra producción agrícola y pesquera, y garantizar un bienestar justo y sostenible para las generaciones futuras. La biodiversidad es nuestra infraestructura natural más valiosa; protegerla es protegernos a nosotros mismos.